22/4/10

1/4/10

Sinfín

La moneda rebota con prolijidad y esmero, como si se lo hubiesen enseñado en la escuela. Cae de no sé dónde, no la veo caer, sé que ha caído porque oigo el estruendo del primer golpe en la vereda. Estruendo es una palabra fuerte para la caída de una moneda, pero debió caer desde muy alto porque es de verdad un estruendo el primer golpe, y la moneda rebota hasta más o menos mi altura, y es entonces que la veo, brillante a la luz del sol que siempre tiene un rayo más para estas cosas, la veo describir un arco de bronce y luz como las armas de los antiguos romanos y caer de nuevo al piso, para rebotar otra vez y otra más y seguramente otra más.

Hay dos clases de monedas: las que mueren planas en el suelo y las que salen rodando. Esta sale rodando, porque no tiene suficiente con la caída y los rebotes, o porque la impulso con la sorpresa, o porque el mundo está inclinado hacia allá y entonces no le queda otro remedio que rodar. El sol se ha hecho spot para caer justo sobre la moneda y ponerle aura, brillo de foto movida, trascendencia.

Primero parece que va a terminar en la calle, pero una baldosa floja le cambia el curso y la moneda apunta a una puerta abierta en la pared: así como a mi izquierda, a la izquierda de la moneda, está la calle, a nuestra derecha hay un edificio con pared y puerta abierta, y hacia allí se va la moneda, siempre rodando, y entonces no tiene problemas en emplear otra baldosa floja para trepar de un salto el único escalón y meterse adentro. Es mi moneda, ya la merezco o me merece, así que voy tras ella.

Entrada de edificio de departamentos de los años cincuenta. Angosta, oscura, pared de colores cuyos nombres han sido eliminados de las últimas ediciones de los diccionarios. Techo descascarado por los surpiros de generaciones. Más allá la puerta oxidada de un ascensor, más acá la escalera angosta por donde la moneda salta y trepa porque aún le queda energía de la caída, ha sido una caída tan grande, tan estruendosa, que tras los rebotes y el rodar hay un resto de energía suficiente para ir saltando escalón sí escalón no, de a dos hacia el primer piso. Y atrás sigo yo, que empiezo a desistir del plan inicial que hasta ahora no quise confesar, que era ser más rápido, más inteligente, más audaz, y de un salto magistral agarrar la moneda, detenerla para siempre y atraparla en un bolsillo, desisto de ese plan mezquino y empiezo a pensar que no voy a perderme ese paseo monedil por la escalera, por el edificio de departamentos de los años cincuenta, por lo imprevisto, aunque el sol haya quedado afuera porque en este sitio es astro non grato.

Primer piso. Pasillo a dos colores, gris y gris más oscuro, puertas tras las cuales no se debería condenar a vivir a nadie, más escalera. La moneda rebota en la pared, con tal puntería que se encamina al siguiente tramo de escalones y allá sigue trepando, llevándome a la rastra como a una mascota tortuga.

No alcanza. Hay otro pasillo igual, más arriba, y otra escalera, y la moneda sigue subiendo. Y otra vez, y otra. Cuatro pisos, diría. No, cinco, porque queda el último, ahí donde la moneda parece ir perdiendo algo de impulso, o tal vez, se me ocurre ahora, algo de la seguridad que la traía. Pero debe ser que necesita orientarse un momento, porque tras un rebote casi tímido en un punto del zócalo emprende otro rebote más decidido, y un último rebote con la calidad de lo que está llegando al mejor momento, y enfila pasillo abajo, o pasillo arriba, hacia la puerta del fondo.

Apenas la veo en la oscuridad del sitio, pero va lenta así que tengo tiempo para asegurarme. Lenta es en realidad majestuosa. No parece una moneda, no parece un centímetro de diámetro metálico, parece un escudo triunfal, otro sol, la sonrisa del demonio. Ahora la sigo a un solo paso de distancia. Al final del pasillo resulta que la puerta, que parecía cerrada, está abierta lo suficiente como para que la moneda se escurra entre la hoja y el marco. No estoy para timideces, o tal vez no tengo tiempo de pensarlo, o es la suma de impulso y sorpresa cuando esperaba que la moneda rebotara una vez más y retrocediera lo que hace que yo mismo no rebote ni retroceda, y en cambio empuje la puerta con cierta violencia y me arroje al más allá.

La puerta sí rebota, en la pared, y vuelve a cerrarse o casi cerrarse en su posición anterior, pero en el proceso yo quedo del lado de adentro, siempre mirando al piso, donde la moneda sigue su trayectoria sin piedad.

Yo no miro otra cosa que la moneda, pero veo más porque los ojos insisten en la amplitud de campo y me comunican que en la habitación hay una multitud. Apenas queda sito para que la moneda pase. Están todos de pie, y todas, a ambos lados, en un apretujamiento que llega a los rincones. Parece que miran la moneda, eso me anuncian los ojos. No la tocan, no la patean, no le hablan. Al otro lado de tanto silencio, la fuente de luz es una ventana abierta. Con el énfasis de quien tiene espectadores, la moneda pega dos saltos finales: el primero al asiento de una silla que está justo bajo la ventana, el segundo al alféizar, donde la pierdo de vista.

Dos codazos a quienes están a punto de no dejarme pasar, y llego a asomarme a la ventana en el momento justo para ver la caída monumental de la moneda, la caída otra vez subrayada por el sol, la caída de todos estos pisos hasta el rebote prolijo, de escuela, en el mismo sitio donde rebotó la primera vez que la vi.

Es inevitable, me tienta decir que es una tara cultural: allá abajo, a dos pasos del estruendo, hay una persona que se encandila con el halo prodigioso de la moneda y, a partir de ahí, la seguirá hasta donde todavía y siempre queda espacio para rehenes.