9/3/11

Umberto Eco y las computadoras en los ochenta

Estamos en el comienzo del capítulo 5 de El péndulo de Foucault, de Umberto Eco. Instalan una computadora en la oficina. Se da el diálogo:

"—No te servirá para nada. ¿No pretenderás copiar ahí los manuscritos que no lees?

"—Sirve para clasificar, para ordenar listas, actualizar fichas. Podría escribir un texto mío, no los de otros."

La novela se publicó en 1988. Sin duda fue escrita durante los años inmediatamente anteriores. Eco acusa recibo de la nueva tecnología, y aunque no se pone a describirla vemos atisbos. Un cuarto de siglo más sabios, descubrimos que todavía había diskettes, por ejemplo, y no discos rígidos. Pero esos detalles no son los que importan. El diálogo de arriba muestra un cambio más profundo, un cambio cultural, social, de mentalidad: por entonces la computadora estaba hecha para que uno metiera datos en ella, no para obtenerlos. Clasificar, ordenar listas, actualizar fichas. Todo hecho por uno mismo, nada de Google. Escribir un texto, y las opciones eran que fuera propio o copiado de otros, pero siempre escribirlo. Nada de leerlo.

Era así. Sin embargo, el signo más grande del cambio aparece unas páginas después. En esa época, si uno tenía una computadora debía poder programarla. Eso nos cuenta Eco sin saberlo, mientras cree relatar un intento de obtener los distintos nombres de Dios. Visto desde hoy, no es obvio que sus personajes, el dueño de la computadora y su amigo el narrador, tengan que saber Basic. Sin aviso ni conciencia de época, así como hoy en día uno podría mencionar a Facebook, Eco le endilga a Belbo lo que sigue:

"[—]Pues bien, mira en este manual, tengo un pequeño programa en Basic que permite permutar todas las secuencias de cuatro letras."

Y después:

Está bien, Belbo no escribe el programa, lo toma de un manual. Pero lo entiende. Y más todavía, el narrador (que se dedica como Eco y Belbo a las letras, a la filología, a lo medieval, y no a programar) pone pronto las manos en la masa:

"Tenía que componer un programa para anagramas de seis letras, y bastaba con modificar el que ya tenía para cuatro. [...] Volví a subir, dejé los bocadillos en un rincón, pasé enseguida al whisky, inserté el disco de sistema para el Basic, compuse el programa para las seis letras, con los errores habituales, por lo que tardé más de media hora, pero hacia las dos y media el programa estaba funcionando y la pantalla hacía desfilar ante mis ojos los setecientos veinte nombres de Dios."

Por si hace falta, doy fe de que era así. Tuve computadoras en los ochenta, y las programé. En Basic. Si hubiera leído El péndulo de Foucault en 1988 nada de esto me hubiera sorprendido. O sí, pero en otro sentido: ¡qué al día está Umberto Eco!

Los años siguientes fueron la historia de cómo la mayoría de nosotros dejamos de programar nuestras computadoras. Si hoy Eco se pusiera a escribir ese capítulo, no mencionaría el Basic (ni, ya que estamos, modernizaría el relato con una dosis de JavaScript o C++). Buscaría un programa online, y por supuesto que lo encontraría.

Si queremos generalizar, toda novela es un relato involuntario de ciertos aspectos de época. Entiendo. Esto no es distinto. Y ni siquiera terminé de leer El péndulo de Foucault, que encaro por primera vez en la vida. Pero me llamó la atención y tuve ganas de compartirlo.

Nota del día siguiente: Hay dos errores de tipeo en el código, por culpa de la semejanza entre la letra I mayúscula y el número 1. Donce dice "80 IF I3=11 THEN 120" debe decir "80 IF I3=I1 THEN 120". Y donde dice "90 IF I3=12 THEN 120" debe decir "80 IF I3=I2 THEN 120". Sí, se ve muy parecido. Me hace acordar que muchas máquinas de escribir carecían de número 1: había que usar la ele minúscula. Fue un largo y difícil aprendizaje, con la llegada de las computadoras y la necesidad de programarlas, acostumbrarse a que un 1 y una l no eran lo mismo.

8/3/11

La invasión de las palomas gigantes

El lunes empieza sin mayores esperanzas, como suele ocurrir con los días, y va empeorando de a poco aunque nadie se ocupe de juzgarlo. A las seis de la tarde se esta yendo sin gloria, cuando aparecen las primeras aves. Son cuatro, mezcladas con los autos y la gente en la esquina de dos avenidas muy transitadas. Algunos creen que al principio son cinco, y que una se pierde rápidamente en el interior de una obra en construcción. Es posible. Pero las seguras son cuatro, y en algo tenemos que creer aunque no sirva para nada.

—Parecen palomas, pero de un metro de altura —dice alguien por televisión. La cámara enfoca una paloma gigante, que mira con la cabeza inclinada. Cuando el entrevistado termina su frase, la paloma corre hacia el camarógrafo y le picotea la entrepierna.

Dos aves atacan a un motociclista que se les va encima y lo hacen caer. La cuarta sube a un colectivo: el conductor escapa mientras la gente se amontona en la parte de atrás, peleando por bajar.

Parecen muchas más que cuatro porque son rápidas y cambian de lugar todo el tiempo. Y porque son gigantes. Una de ellas despliega esas alas enormes que tienen y levanta vuelo. Desde el balcón de un segundo piso se convierte en la imagen que el mundo reconocerá en el futuro, el ícono de este lunes, a través de una foto tomada desde un teléfono celular.

En este momento, si uno busca en Google "paloma gigante" encuentra trece mil resultados. Dentro de unos días serán más de seis millones.

Por la radio pasan otra canción sobre el amor perdido, que nadie quiere escuchar.

* * *

Tengo sesenta años y estoy parado en la puerta de un bazar, mirando lo que ocurre. Una paloma gigante pasa corriendo junto a mí y se mete en el local. Me doy vuelta para mirarla y tropiezo con una mujer de unos cincuenta años, labios finos pintados de rojo, pelo corto teñido de rubio, vestido azul brillante que le llega un poco por arriba de las rodillas. La mujer de azul me entrega un bate de béisbol y señala hacia la paloma.

—Haga algo —grita. Como ve que me quedo quieto, aclara: —Soy la dueña del bazar.

Por culpa de la sorpresa me encuentro con el bate en las manos antes de poder decir que no. Entro al local. La paloma gigante camina entre las estanterías llenas de platos y azucareras. Dos chicas de camisa blanca y pollera gris miran desde atrás de un mostrador. Agarro el bate con más fuerza y me acerco a la paloma, que sigue avanzando sin prestarme atención. Miro atrás: la dueña del local me alienta con un gesto de las manos.

El bate apenas cabe entre los saleros de porcelana y las fruteras de cristal. La paloma se mueve con libertad porque sabe menos que yo de lo que se rompe y lo que no, o no le importa. Movimientos de paloma: vaivén de la cabeza, mirada a un lado, mirada al otro, picoteo del piso. Pero todo gigante. Un metro de altura. Apoyo el bate en el hombro derecho y avanzo otro poco.

Suena música. Me permito mirar atrás por un instante y veo que son las vendedoras, que se han puesto a cantar a dúo, en voz baja, mientras golpetean con los dedos en el mostrador. Tal vez quieran alentarme, pienso.

La paloma se arrincona a sí misma entre una pared de copas y otra de cacerolas. ¿Se puede decir que me da la espalda? ¿O que veo su cola? ¿O que mira en dirección contraria a mí? Lo que corresponda. Levanto el bate, apenas por encima de la cabeza, y lo sostengo así, inmóvil, unos segundos. La paloma se da vuelta y me mira. Retrocedo un paso y me escondo a medias detrás de la punta de la góndola. La paloma empieza a acercarse.

La música de las vendedoras se está haciendo más intensa. Cantan sin palabras, golpean con ambas manos y con los pies. La dueña está unos metros detrás de mí, con los brazos en jarra (creo que es la primera vez que uso esta expresión). Por mi lado no cambia nada: sigo escondido tras la punta de la góndola. La paloma me mira.

Transcurre un compás de la música. Transcurre otro compás y medio. La paloma está por hacer alguna otra cosa, no puede quedarse tanto tiempo quieta, no es propio de un ave, ni siquiera si es gigante.

Siento que me quitan el bate de las manos. Es la dueña, que ha venido taconeando por el pasillo al ritmo de las vendedoras, sin que yo quisiera darme cuenta. Esgrime el bate a la manera de un profesional, como he visto hacerlo unas cuantas veces por televisión. La paloma arremete contra ella. La música se hace potente, feroz. Creo que hasta yo podría descargar un golpe mortal con esa música como respaldo. Por suerte no tengo que hacerlo. Cuando la paloma llega a la intersección de las góndolas, la mujer mueve el bate con todas sus fuerzas y se lo estrella en el costado de la cabeza. La paloma cae sin hacer ruido.

Fin de la música. Las vendedoras vitorean y aplauden. Yo miro hacia otro lado, aunque me parece que no queda ningún lado al que se pueda mirar.

Ni un solo vaso ha sido herido en la ejecución de esta escena.

* * *

Hacia las ocho de la noche las palomas gigantes están muertas, en el pavimento, en la estación de subte (donde fue a parar la misma del colectivo, obviamente especializada en medios de transporte) y en el bazar. La policía trata de mostrar que está a cargo de la situación: pone vallas, dirige el tránsito, se niega a responder preguntas. La televisión sigue entrevistando gente (otro camarógrafo). La gente solo habla de esto, pero se puede decir que el barrio ha quedado en calma. Durante varias horas no pasa nada más.

De madrugada, los diarios impresos presentan la noticia en primera plana, pero en un lugar secundario. No es lo más importante que tienen para decir. "Cuatro palomas gigantes en la ciudad", titula uno. Y otro, con espíritu sensacionalista: "Cinco palomas gigantes en la ciudad". Al amanecer, cuando todavía los están distribuyendo, esos diarios ya son irremediablemente viejos.

Es que, para entonces, en la ciudad hay muchos cientos de palomas gigantes.

* * *

Tengo diez años y miro hacia afuera por la ventana de mi cuarto. Soy tan chico que todavía no sé lo que no sé, y si puedo decir esto es porque alguien lo escribe por mí, no soy realmente yo quien está detrás de estas palabras sino un intermediario que editorializa y cambia el sentido de las cosas.

Miro hacia afuera por la ventana de mi cuarto. Es temprano. Me acabo de levantar y viene la hora de ir a la escuela. Miércoles. El pasto está oscuro, casi como de noche, y en cambio el árbol está iluminado por el sol. Una paloma gigante viene volando y aterriza en medio del jardín. Que yo sepa es la primera del barrio, sino no habría clases. La cabeza le llega a la altura de las rosas. Oigo que mamá dice algo desde la cocina, pero no entiendo las palabras. Enseguida viene otra paloma, y después otra más, y otras dos. Son agresivas las palomas, no sé si ya me di cuenta o es el escritor quien lo dice, así que se picotean unas a otras, se marcan espacios y jerarquías. Paloma Número Uno tiene derecho a picotear la mejor tierra. Pero Paloma Número Cinco mira desde las baldosas, donde no hay nada.

Me siento en la cama y me pongo las zapatillas apurado. Ahora mamá habla más fuerte que antes, pero no creo que me esté llamando, más bien parece que le dice algo a papá. Tendría que ir a la cocina, pero en cambio vuelvo a mirar por la ventana.

Entonces vienen las palomas número seis a número cien. O algo semejante, no las puedo contar. Cien palomas gigantes en el jardín ya no caben, ya no pueden determinar jerarquías ni numerarse con prolijidad. ¿A quién le toca ser Paloma Número Setenta Y Tres? Se enciman, se aletean, se patalean. Las más fuertes quedan en una capa superior, haciendo equilibrio en los lomos y cabezas de las más débiles.

Hasta que llegan las palomas número ciento uno a número ochocientos. No sé cuántas, en realidad. Lo que sé, y esto apenas lo pienso pero me sorprende, es que puedo oír a mamá a través del ruido de las palomas. Así que está gritando.

Claro, hasta ahora no dije nada del ruido. Tendría que haber dicho, porque además de agresivas, las palomas gigantes son ruidosas, y más cuando hay mil quinientas, tres mil, peleando por el espacio. Los aleteos, los golpes, las caídas son nada: el rugido es lo peor. Como el mar. Cada paloma gigante ruge a la manera de una gota, pero la suma de gotas forma esas olas que destruyen murallas.

Ya no es solo que están unas sobre otras, ni unas sobre otras sobre otras sobre otras. Ocupan todo el espacio en tres dimensiones, se convierten en un líquido, un líquido viscoso que de a poco va llenando el recipiente del jardín hasta derramarse por encima de las paredes a los otros jardines. Cómo van a protestar los vecinos cuando se enteren.

Ahora no oigo a mamá. Tendría que haber ido a la cocina mientras su voz me abría paso. Pienso: ya voy, enseguida. Pero tengo que mirar la ola de palomas gigantes que ruedan sobre sí mismas, que a fuerza de derrame y rugido llega a mi ventana, golpea el vidrio...

Mamá, la ola está de mi lado.

Doy un paso atrás, y para que vean que me muevo rápido les cuento que sigo dando pasos atrás hasta golpearme contra el placard. Apuesto que ustedes no hubieran podido hacerlo. Igual no alcanza. La ola, líquida y profunda como es, me encuentra y me lleva consigo.

* * *

No vienen de ningún lado. Nadie ve de dónde vienen. No se sabe ni se sabrá. Lo lamento.

* * *

La cámara, montada en un helicóptero, muestra el océano de palomas gigantes que está cubriendo la ciudad. Algunos edificios sobresalen como islas puntiagudas. El color es gris, y es también rojo. El reportero grita por sobre el ruido del helicóptero, tratando de aportar algo a lo que se ve, sin lograrlo: "asombroso", "terrorífico", "inexplicable", todo así.

El piloto del helicóptero tarda demasiado en comprender que lo que hay delante no es una nube. Quedan palomas gigantes por llegar, por descubrir, por mostrar.

La transmisión interrumpida, emitida en directo, se convierte en el video más visto del día en YouTube.

* * *

Tengo treinta años y estoy soñando con lo que haré de mi vida, como siempre. La paloma gigante me acompaña en el cuarto. La dejé entrar por capricho, por ir en contra de esa urgencia terrible que mostraba la televisión, la urgencia de patearlas, dispararles, cortarles la cabeza, matarlas o morir.

Todavía digo "mi cuarto", pero no, es mi casa. Mi departamento de un ambiente. Vivo solo desde hace poco. Aquí mi cuarto lo es todo. Tengo kitchenette y baño. Y ahora, una paloma gigante.

Le hablo a mi paloma.

—Me gustaría tanto arreglar las cosas —le digo—. ¿Podemos cooperar?

La paloma camina como todas las palomas, con ese movimiento de cabeza ridículo que el tamaño excesivo convierte casi en monumental. Aunque también puede decirse que lo monumental siempre acaba convertido en ridículo. No contesta, claro, porque las palomas no hablan, ni siquiera esta.

—Es evidente que ustedes tampoco controlan la situación —le digo—, porque se mueren tanto como nos matan a nosotros. Pero la televisión las trata como el enemigo, los tweets también, mis amigos en Facebook solo piensan en destrozarlas, en vez de entender que ustedes y nosotros estamos juntos en el mismo problema.

La paloma gira la cabeza y me mira, con el cuello torcido, sin mover el cuerpo. Tal vez me entienda.

Este es el momento clave, estoy seguro. Ahora es cuando encuentro el sentido de todo, el objeto de mis búsquedas, la razón para el estudio y la reflexión. Sé que nadie en la ciudad piensa en las palomas como pienso yo. Nadie en esta ciudad imbécil, suicida, ciega. Solo yo, sin nadie que me oiga salvo el ave de ojos redondos que comparte mi espacio.

—Dame una señal, paloma —le digo—. Un gesto. ¿Te das cuenta de que estamos en el mismo lado del problema? ¿Te das cuenta de que debemos encontrar una solución?

Si hay una señal no la distingo. La paloma vuelve a caminar en torno al cuarto. De pie sobre una silla, le dejo todo el espacio posible.

Tengo la ventana cerrada, así que no puedo ver lo que ocurre afuera. No hace falta, lo vi hace un rato y no puede haber cambiado tanto. Mi paloma y yo estamos a salvo aquí, lo sepa ella o no lo sepa, y tengo que aprovechar el rato que nos queda para salvar el mundo.

—Paloma —le digo—, tenemos que pensar juntos. Ahí afuera no hay lugar para la razón. A esta altura nadie, paloma o persona, puede hacer otra cosa que morir del modo en que estpa muriendo. Tenemos la oportunidad, vos y yo, juntos, de lograr algo distinto. ¿Me estás escuchando?

La paloma despliega las alas y vuelca la taza de té que había sobre la mesa.

* * *

El viernes, a cuatro días de la llegada de las palomas, no se reciben señales de la ciudad. Nadie contesta teléfonos ni aparece en Internet. Desde la distancia (por ejemplo, desde un satélite en órbita baja o desde un avión en vuelo alto) se ve que algunas palomas todavía están en movimiento. Pero no personas. Ya no llegan palomas nuevas, parece que se acabaron.

Todas las palomas gigantes se han concentrado aquí. Las únicas que hay en el resto del mundo son las que se han llevado militares extranjeros para estudiarlas. La población de la Tierra respira con cierto alivio, pensando que la invasión ya no se va a extender, aunque nadie puede estar seguro de que no se reinicie en otro lado.

Al amanecer del día siguiente, el sol que nos queda se sigue alejando, como si nada.

1/3/11

La calle angosta

La calle se hace cada vez más angosta. Es de noche. El empedrado se va convirtiendo en escalera. Las ventanas de un lado se van asomando a las ventanas del otro. Los techos se inclinan, los balcones se tocan. Unos pasos más atrás, si extendía los brazos, tocaba las paredes enfrentadas con la punta de los dedos. Ahora las toco con los codos. Sobre mí, la luna menguante apenas encuentra lugar para asomarse. No puedo volver atrás, porque atrás estoy yo esperándome a mí mismo.

Enseguida rozo las paredes con los hombros. Me pongo de costado y avanzo otro metro hasta chocar con el límite. No puedo ir más allá, aunque la calle continúa angostándose hasta alcanzar la abstracción geométrica. Paso la mano por la pared. El dedo índice toca un hueco blando, escarba, lo convierte en agujero. Meto el puño entero, empujo hacia arriba para hacer un surco en los ladrillos. Agrego la otra mano, y entre las dos hago que la pared se abra. Entro.

Al otro lado está oscuro. Huele a pasto recién cortado. El piso es pegajoso, parece barro. Camino con las manos delante de mí, arrastrando los pies. Las botas hacen un ruido mitad raspado y mitad succión. De vez en cuando tropiezo con una roca y tengo que dar un rodeo. Los ojos se me acostumbran a la oscuridad, y veo una claridad tenue en el barro del suelo, como el reflejo de luces que vinieran de arriba. Pero arriba está negro, no hay nada. La luna quedó atrapada en la calle angosta. Sigo andando.

Se oye una música lejana, un tambor y notas largas como de violín. Las notas van cambiando siempre, sin repeticiones. Los pies se me acomodan solos al ritmo del tambor, y mi andar en la oscuridad se va convirtiendo en una danza. La dirección de la que proviene la música va cambiando. A veces parece estar adelante, a veces a un lado, a veces arriba.

Ahora hace calor. Antes, en la calle, estaba fresco. Ahora no, el aire está inmóvil y me cae el sudor por la cara. El calor proviene de la derecha, pero sin luz no puedo ver qué lo provoca. Pienso en alejarme de él, dejarlo a mi espalda, pero no quiero cambiar de dirección.

Entonces toco el techo con la cabeza. Va en bajada, así que si sigo caminando tendré que inclinarme. Tanteo alrededor con las manos: el techo baja en todas las direcciones. También hacia atrás. De manera que sigo en la misma dirección que antes, pero ahora, en vez de llevar las manos extendidas ante mí las arrastro por el techo.

La fuente de calor empieza a quedar atrás. O tal vez estoy girando y no me doy cuenta.

Se me ocurre, por primera vez, que no vale la pena seguir andando. No me detengo, pero pienso que en lugar de arrastrar los pies e inclinarme cada vez más según la pendiente del techo podría sentarme a descansar. Tal vez seguiría la música con la punta de un pie, pero por lo demás relajaría los músculos. Apoyaría las manos en el suelo, detrás de mí, hundiría la cabeza entre los hombros y cerraría los ojos. Es tentador, y sin embargo no me atrevo.

El olor a pasto cortado se ha ido convirtiendo en flores viejas, o algo dulce y moribundo. Ahora ando tan inclinado que la cabeza me queda a la altura del ombligo. Me pongo de rodillas y sigo avanzando, sin perder el ritmo. Siento el barro que se me pega en las manos, formando una capa cada vez más gruesa. Rodeo otra roca. Aunque el barro es blando y tengo pantalones, las rodillas me duelen.

El techo me vuelve a rozar la cabeza. La bajo, avanzo un poco más. El techo me roza la espalda.

Hay un cambio en la temperatura y en los ecos de la música. Algo ha cambiado por encima de mí. Me detengo y tanteo en busca del techo. Ya no está. Me pongo de pie y muevo las manos a mi alrededor. Estoy dentro de un tubo vertical apenas más ancho que mis hombros. Frente a mí, en la pared del tubo, hay peldaños.

Me limpio las manos en la pared y en la ropa. Empiezo a subir. La música se queda abajo, cada vez más tenue, de manera que ya no puedo seguir el ritmo. Los peldaños son rugosos, ásperos, y están muy poco separados entre sí. Tengo que saltear la mayoría.

El olor dulce va en aumento.

Ahora sí me gustaría sentarme. Acostarme incluso. Pero para eso tengo que salir del tubo, y no puedo volver a bajar porque allá bajo estoy yo mismo, esperándome. Sigo subiendo.

Mi cabeza choca contra algo que cede, como una membrana. Empujo con la mano y cede más. Apoyo la espalda en la pared del tubo, afirmo los pies en un peldaño y empujo con ambas manos. La membrana estalla.

La luz me enceguece. El ruido me asalta hasta casi hacerme caer. Tengo que cerrar los ojos con fuerza. Los aflojo muy de a poco, encandilado por el rojo de los párpados, hasta que consigo entreabrirlos. Cada tanto hay una sombra momentánea, como un parpadeo que no fuera mío, acompañada por un crecimiento feroz del ruido. Apenas capaz de ver, subo unos centímetros más y asomo la cabeza a la claridad.

El tubo desemboca en medio de una avenida. Los autos van a mucha velocidad. La mayoría me esquiva, pero de vez en cuando uno pasa justo sobre mí. A unos metros, a la izquierda, está la vereda. Un perro suelto se detiene a mi altura y me mira.

Es primavera. Los árboles están cubiertos de flores azules.

Estudio el ritmo de los autos, y no le encuentro razón. Espero mucho tiempo, mientras el miedo a los autos empieza a ceder. No tengo otro camino, porque allá abajo me sigo esperando. Hay un hueco en el tránsito. Apoyo las manos en el pavimento, salgo del tubo rodando, me pongo de pie y corro a dejarme caer en la vereda. El perro me lame la cara.

Ahora tengo que empezar todo de vuelta.