La blanquecina luz de la luna
que ilumina una pared de mi casa
torna de un color aceituna
a todo automóvil que pasa.
Así empieza una poesía con la que alcancé (digamos) la fama, a los nueve años, cuando gané el Primer Concurso de Poesía Infantil de Ramos Mejía.
El concurso se hizo un domingo, en la plaza principal, entre la estación y la iglesia. Había un Concurso de Pintura Infantil, que se venía haciendo cada año, y esa vez le agregaron el de Poesía.
La plaza era una fiesta de chicos con pinturitas y hojas canson, vistosos, creativos, llevados y vigilados por sus padres, que de a poco los convencían de abandonar esas manchas abstractas para hacer casitas, árboles, banderas, el retrato de la familia.
En medio del tumulto, los pequeños escritores, seguramente pocos, sin color y sin despliegue, éramos invisibles.
A los pocos días anunciaron la lista de premiados. Nueve en pintura, tres en poesía. La entrega de los premios se hizo en la sala del club que organizaba todo. Club o sociedad de fomento, no sé. Había mucha gente.
En el escenario, varios adultos y un micrófono. Empezaron llamando, uno por uno, a los ganadores del concurso de pintura. Cuando era una nena le daban una muñeca. Pero cuando era un chico le daban una pelota de fútbol. Una pelota de verdad, de cuero, número cinco.
Chico tras chico volvían a sus asientos cargados, bendecidos, con una de esas pelotas maravillosas.
En mi barrio nadie tenía una pelota así. Había una en la escuela, que yo no había tocado. Una pelota así cambiaba la vida.
Llegó el momento de los premios de poesía. Los tres premios de poesía. Yo, pequeño escritor, el primero. Subí al escenario pensando en cómo me presentaría después ante mis amigos, convertido por magia poética en dueño de la pelota. Me imaginaba las caras.
Un adulto me recibió. Otro me acercó el micrófono para que agradeciera. Y otro más se puso a mi lado con el premio en las manos. Abrí la boca. No supe qué decir.
El del premio extendió las manos hacia mí con el gesto pomposo de quien quiere hacer las cosas realmente bien.
Y así fue que me entregaron, con ese gesto un poco condescendiente, un poco asustado, ese gesto de quien va en auxilio de un alma perdida, ese gesto de vendedor de autos usados, con ese gesto me entregaron, decía, con ese gesto cruel, cruel, tan cruel, una lapicera.
[Leí este texto en público, ayer, en la librería Eterna Cadencia, dentro de las "Postales de Infancia" del Filbita. La actividad se anunció así: "Ocho escritores compartirán un breve texto inédito en el que la lectura o la literatura son protagonistas de su niñez". Participamos Victoria Bayona, Pablo De Santis, Ruth Kaufman, Lucía Laragione, Clara Levin, Mario Méndez, Andres Sobico y yo. Lo organizó y moderó Larisa Chausovsky. Ahí tampoco me dieron una pelota, pero igual fue un encuentro feliz.]