Con un click se puede ver más grande. Dice la contratapa:
"La gente del Cono sueña con monstruos. Al día siguiente, los monstruos soñados se hacen realidad. Entonces, todos van a cazarlos y los arrojan por el borde de su mundo. Pero hay un joven que sueña con Carmen, y Carmen no es un monstruo. ¿Cómo podrá convencer a los demás?
"Una novela de ciencia ficción sobre un pueblo que debe poner en duda lo conocido hasta el momento y, al mismo tiempo, la historia de cualquier joven que se convierte en adulto."
Es reedición. La primera edición salió en 1996, publicada por Alfaguara (fue la editora Graciela Pérez Aguilar; la ilustración, de Fernando Molinari):
En la nueva edición el texto está revisado, con cambios menores y la corrección excelente de Cecilia Espósito.
Acá van las primeras páginas de la novela. El texto puede ser (un poco) diferente del que aparece en el libro, porque está tomado de mi original y no de la versión publicada.
Es reedición. La primera edición salió en 1996, publicada por Alfaguara (fue la editora Graciela Pérez Aguilar; la ilustración, de Fernando Molinari):
En la nueva edición el texto está revisado, con cambios menores y la corrección excelente de Cecilia Espósito.
Acá van las primeras páginas de la novela. El texto puede ser (un poco) diferente del que aparece en el libro, porque está tomado de mi original y no de la versión publicada.
1. Sueños
Cuando los demás
sueñan con monstruos, yo sueño con Carmen. Ellos sudan, se agitan
en la cama, mueven los ojos bajo los párpados cerrados, abren y
cierran la boca, mientras yo respiro con suavidad, sonrío y apenas
si aprieto las manos contra el pecho.
Mi hermano Gardi,
por ejemplo, tiene sueños terribles. Casi siempre es un sampión,
enorme y desaforado, que se le viene encima. Gardi salta, se protege
la cara con los brazos, me despierta a los gritos. Calmarlo va contra
las reglas: si Gardi no termina su sueño, mal podrá contarnos dónde
está el sampión, y no conseguiremos librarnos de él.
En cambio, yo sueño
con Carmen. No me da miedo mientras sueño. El miedo viene después,
al despertarme, cuando pienso en el momento en que me pregunten si
soñé con algún monstruo y yo conteste que no, que otra vez soñé
con Carmen, y se enojen conmigo.
2. Libros
Laszlo, el
bibliotecario, dice que Carmen no figura en los libros. Se cansó de
buscarla, dice, por orden alfabético, por especie, por hábitos, por
tamaño, y nada. Carmen no existe, al menos en letra impresa.
La biblioteca es la
casa más visitada del Cono. Adentro está la explicación para casi
todos los sueños, para todos menos mis sueños con Carmen. Los
habitantes del Cono soñamos bastante seguido, y día tras día vamos
a ver a Laszlo.
—¿Qué tenemos
hoy? —pregunta Laszlo.
—Un milojos
—contesta uno de los visitantes.
—¿Otra vez?
El visitante alza
los hombros.
—No es mi culpa
—contesta.
Laszlo se pone de
pie, alzando más de dos metros de cuerpo delgado: la altura
suficiente para llegar a los estantes más altos. Sin dudar, estira
el brazo y saca uno de los miles de libros iguales, sin inscripciones
en el lomo, que tapizan las paredes. Y sin dudar lo abre en una
página que le muestra al visitante.
—¿Era así?
—Sí —dice el
visitante—. Más o menos así.
Rutina, casi
siempre. Laszlo es viejo, tiene el pelo blanco por vivir encerrado y
los ojos pequeños de tanto leer: ha tenido tiempo para aprenderlo
todo. Conoce de memoria la mayoría de los monstruos que sueña la
gente, sobre todo porque la gente no acostumbra descubrir cosas
nuevas. Se aburre nuestro bibliotecario, gastando una y otra vez la
página ciento diez de su libro ciento treinta, la página veintiocho
de su libro cuarenta y tres, la página setecientos de su libro
quince mil.
Hasta que llego yo.
En cuanto asomo la cabeza por la puerta, Laszlo se pone furioso. Los
ojos se le hacen más pequeños todavía, las cejas pasan al frente
como pelotones de choque.
—¿Otra vez?
Su pregunta
favorita. Muevo la cabeza de arriba abajo para decirle que sí,
evitando mirarlo a la cara. Es su puño el que me llama la atención,
mientras se eleva en el aire y lanza un dedo índice arrugado y
tembloroso en dirección a la salida.
—A perder el
tiempo en otra parte, entonces.
Sigo las
instrucciones del índice. A la calle. Y así dos o tres veces por
semana.
Que Laszlo no
encuentre a Carmen en los libros es malo. Pero peor sería que la
encontrara: no soporto la idea de verme formando parte de la
expedición destinada a perseguirla, asediarla, capturarla. No puedo
imaginarme ayudando a tirar a Carmen por el borde del mundo.
3. Milojos
El milojos es uno de
los monstruos más frecuentes en el Cono. Más alto que Laszlo, y
mucho más ancho, se parece a una montaña de basura salpicada de
ojos. Latas viejas, papel, cáscaras de naranja, botellas, huesos de
pollo, y entre todo eso una colección de pupilas de colores
brillantes.
Mientras el milojos
avanza rodando sobre sí mismo, cada ojo parpadea dos veces, mira
fijo y se sumerge en el interior de la basura, para aparecer en
cualquier otra parte sin previo aviso. Redondo, inquieto, hace un
rápido escrutinio del mundo y se esconde otra vez. Es imposible
contar cuántos ojos hay, porque nunca es la misma cantidad, pero mil
es un número razonable.
A primera vista el
milojos no da la impresión de ser dañino. Apenas si despide mal
olor. Sin embargo algunos de sus ojos, los más verdes, tienen la
habilidad de hipnotizar a los animales. El milojos, rodando como el
contenido de una gran bolsa de basura que se da vuelta, se acerca a
las vacas y a los cometroncos, los mira fijo y se acabó: nos
quedamos sin ganado.
Los cometroncos caen
más rápido. Guardan las pinzas dentro de la boca, bajan la cabeza
hasta el piso y se meten andando en el interior del milojos, que para
entonces ha abierto un túnel de la medida exacta en medio de su
cuerpo. Las vacas resisten lo bastante como para mugir dos veces,
pero hay que ver lo felices que parecen cuando un segundo más tarde
se han olvidado del pasto y van a colaborar, desde adentro, con la
digestión del hipnotizador.
4. Carmen
Carmen, en cambio,
tiene exactamente dos ojos. Y, que yo sepa, solo me hipnotiza a mí.
Está sentada en una silla muy alta, frente a un tablero de dibujo.
Inclina la cabeza hacia un lado, hasta apoyarla en la mano izquierda;
el codo descansa en el tablero. El pelo le cae por un lado de la
cara, balanceándose hacia adelante y hacia atrás al compás de
ritmos internos. Se ha puesto un pantalón azul muy ajustado y una
blusa negra muy amplia: la clase de ropa que usa siempre.
Alrededor de Carmen
hay paredes cubiertas de láminas que representan laberintos. Carmen
los llama “circuitos electrónicos”. Los circuitos me recuerdan
algo que vi en el Cono, pero no sé qué. A veces, al otro lado de
una puerta cerrada hay ruido de pasos. Carmen se pone nerviosa.
—Mi jefe no sabe
que estás aquí —dice en voz baja.
Carmen no me ve,
solo me oye. Yo, en cambio, puedo verla desde muchos ángulos
diferentes: estoy un poco en todas partes, a su alrededor, en el
tablero, bajo sus pies, junto a una lámina de la pared. Es lógico,
porque yo estoy soñando, y ella no. Si no estuviera soñando me
sería muy difícil soportar tantas perspectivas a la vez. Pero en
los sueños uno logra cosas imposibles.
El tablero es en
realidad la pantalla de una computadora, donde ella dibuja con los
dedos. Hay reglas horizontales, verticales, números y figuras
geométricas. Con el pasar de los sueños, Carmen me ha ido
explicando cómo funciona, y si yo tuviera dedos cuando sueño podría
dibujar como ella.
5. Mundos
Escribo
“computadora” y no me doy cuenta. No hay computadoras en el Cono:
son parte de lo que aprendí gracias a Carmen.
La verdad es que no
hay demasiadas cosas en el Cono. Y hasta hace unos meses, cuando
empecé a soñar con Carmen, el Cono era para mí todo lo que
existía. Aun lo sigue siendo para el resto de la gente que vive
aquí. Ahora sé que hay otros mundos, más anchos y más llenos de
cosas que el nuestro. Lo sé porque Carmen lo sabe, aunque solo he
visto una habitación cerrada en el mundo de ella. Tal vez un día me
los muestre.
El Cono tiene diez
kilómetros de diámetro. El centro es donde vivimos todos,
doscientas personas más los perros. Hay plaza, biblioteca, calles,
casas, árboles. El Río corta el pueblo por el medio, en su camino
de Este a Oeste, de las tierras altas al borde; lo atraviesan cinco
puentes, aunque los más ágiles podemos cruzarlo de un salto.
Alrededor del pueblo
están los campos para el ganado y los cultivos. Allí trabajan mis
padres y mi hermano Gardi, con los cometroncos. Yo, en cambio, paso
la mañana en el periódico, ayudando a registrar lo que ocurre y a
publicarlo para que todos conserven el recuerdo de sus propias vidas.
Cuanto más lejos
del pueblo, más árido el suelo. Las tierras altas, al Este, están
tapizadas de rocas que se apoyan unas en otras formando centenares de
cavernas. En las cavernas de las tierras altas aparece la mayoría de
los monstruos. Al otro lado, el desierto del Oeste es una región
dividida en dos por el valle verde del Río.
No hay mucho más.
Llegando al borde empieza a ralear el pasto, se acaban los árboles,
y es difícil vernos por allí a menos que estemos arreando algún
monstruo.
El borde es el fin
del mundo. La tierra cae a pique hacia el vacío de abajo, hasta
donde ya no se ve nada. No nos asomamos. Oímos el último grito de
los monstruos que gritan, el último rugido de los que rugen, y a
otra cosa. Que sepamos, el precipicio no tiene fondo.
—¿Por qué lo
llaman “Cono”? —pregunta Carmen, mientras sueño con ella.
—No sé
—contesto—. Nunca lo pensé.
—Por lo que me
contaste, la superficie no tiene forma de cono.
—Es llana. Casi
llana. Las tierras altas están un poco más arriba, pero apenas.
—Qué raro.
—Carmen apoya la nariz en el segundo nudillo del dedo índice,
pensando. —Algún motivo debe haber para que tenga ese nombre.
—¿Y por qué tu
mundo se llama “Tierra”?
Carmen sonríe.
—Supongo que por
extensión. —Baja la mano y arruga la boca, preparando las
palabras. —Primero se habrá llamado “tierra”, con minúscula,
al sitio que pisan nuestros pies. Luego se habrá visto que hay
muchas tierras, pero todas forman un único planeta, y a ese planeta
también se lo llamó Tierra, “la Tierra”, con mayúscula.
—Vuelta a sonreir. —Estoy inventando —aclara Carmen—. No te
puedo asegurar que sea así.
6. Tierra
Me gusta su
imaginación. Y me desconcierta. Si a ella le cuesta creerme cuando
le hablo del Cono, para mí la cosa es peor: yo llego a dudar que
alguna vez hable en serio, que existan la Tierra y sus pobladores,
que todo su mundo sea más que otro sueño dentro del sueño.
La Tierra, según
Carmen, es una esfera. La gente vive en la superficie, a todo lo
largo y a lo ancho de la esfera, arriba y abajo. Y sin caerse. Dice
Carmen que la propia esfera los agarra y no los deja caer.
Al parecer, casi
todos los terráqueos están convencidos de eso. Pero no pueden tener
una idea tan clara de su mundo como nosotros del nuestro, porque la
Tierra es mucho más grande que el Cono. Cuántas veces más grande
no lo sé; Carmen me lo dijo durante un sueño, pero se habrá
confundido, porque era un número inmenso.
—Aquí los sueños
no son verdaderos —me explica Carmen, hablando de la Tierra—.
Algunos sí, a veces, pero la mayoría son inventos.
—Ojalá fuera
igual en el Cono.
7. Táctica
Es que los monstruos
nos dan mucho trabajo. Cada uno requiere una táctica especial, armas
cuidadosamente elegidas y la participación de personas que sepan.
Con el milojos
usamos espejos y al oculista del pueblo. El oculista se pone a la
menor distancia del monstruo que la prudencia permite, y lo observa
con detenimiento.
—Ese —grita de
pronto, cuando un ojo adecuado a nuestros fines surge en una parte
visible.
Entonces enfocamos
un espejo, de manera que el ojo se vea a sí mismo. Esto lleva al
milojos a avanzar unos pocos centímetros en dirección al espejo.
—Ese también
—grita el oculista.
El segundo espejo
aparece en escena: otro pequeño avance. Así seguimos largo rato,
mientras el oculista hace gala de unos conocimientos que al resto nos
están negados. Para nosotros todos los ojos son iguales, incluso los
verdes.
Es importante no
dejarse hipnotizar. Hay que hacer que el milojos quede en el borde de
la visión, ahí donde las cosas son más parecidas a sombras, y en
ningún caso, por ningún motivo, mirarlo fijo. Quien mira fijo a un
milojos queda atrapado: abre las manos, suelta el espejo y empieza a
caminar hacia la boca sucia y abierta del monstruo. Los demás
tenemos que ayudarlo, tirándolo al suelo, poniéndole una venda en
los ojos y echándonos encima para que no se mueva. En tanto, el
milojos aprovecha para dar media vuelta e irse en busca de un par de
cometroncos, su plato favorito. El hipnotizado tardará días en
recuperarse, mientras cuenta historias curiosas sobre el mundo del
milojos y su alma cristalina; nos reiríamos si no fuera tan triste.
Pero quienes nos
dedicamos a cazarlo tenemos experiencia, y no nos dejamos vencer tan
fácilmente por la tentación de mirar al monstruo. Pronto, siguiendo
las indicaciones del oculista, conseguimos que el milojos se mueva
más rápido, extasiado por su propia imagen que se reparte en los
espejos, sin darse cuenta de cuán cerca del borde se encuentra. Los
últimos espejos son los más difíciles de enfocar, porque hay que
situarse junto al precipicio y estirar la mano en el ángulo exacto.
Hay un instante
tenso, cuando alguien levanta el espejo final y todo parece detenerse
por varios segundos. El milojos hace aparecer un último ojo vencido:
al fin comprende lo que sucede, pero nos concede la victoria porque
nuestro esfuerzo la merece. Las cáscaras de naranja, los huesos de
pollo, los papeles viejos ruedan un milímetro, una décima de
milímetro, lo necesario para romper el equilibrio. Todos los ojos se
esconden a la vez, mientras nosotros respiramos hondo. El milojos
emprende la caída que no va a terminar nunca.
Se oyen los
suspiros, porque el milojos no grita ni ruge y todo ha ocurrido en
silencio. Nos vamos caminando lentamente rumbo al próximo monstruo
soñado.
1 comentario:
Leí las primeras páginas de éste libro en la biblioteca de mi escuela primaria, en el 2007 u 2008. Luego de ése día lo busqué varias veces sin encontrarlo. No me acordaba el nombre, sólo de qué se trataba, y que la chica se llamaba Carmen, como yo. Hoy más de 10 años después, entrando y saliendo de cuartos en mi casa, me acuerdo: "Monstruos... Que se debían tirar... al borde del mundo". Lo busqué, y acá estoy, después de años de buscar el libro del que no recordaba casi nada, sólo que quería saber como terminaba.
Ahora puedo hacerlo.
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