22/8/10

El rey espera

El rey se sienta en una roca, de cara al mar, en la parte más alta de los acantilados. Fija la mirada en un punto del horizonte y allí se queda. No responde a nadie.

Durante las primeras horas, ministros y consejeros se preguntan qué hacer, y tanto se lo preguntan que no consiguen hacer nada. Pero al caer la noche, cuando el aire empieza a ponerse frío, ordenan que se levante una tienda en torno al rey. Por supuesto, dejan una abertura justo en el punto hacia el que se dirigen sus ojos.

Pasan los días. El rey sigue igual. No habla. Cuando le acercan comida, come. Cuando está muy cansado, se echa a dormir un rato al pie de la roca. También atiende a la reina, aunque cada vez menos porque a ella le parece aburrido que él esté siempre mirando hacia otro lado y no le dirija la palabra.

Todos quieren saber qué espera. Pero nadie se atreve a preguntárselo.

Con el tiempo, ministros y consejeros se van haciendo a la idea de gobernar el reino sin contar con la palabra final del monarca. La tienda se convierte en una casa de piedra, la casa de piedra en un pequeño castillo, el pequeño castillo en un castillo enorme. En la construcción siempre queda despejada la línea recta que une la mirada del rey al horizonte.

El rey sigue sentado, mirando.

Un día, la armada más poderosa que jamás se ha visto aparece a la distancia, más o menos por el punto que el rey observa. Sin embargo, el rey no dice nada, son guardias quienes alertan del peligro. La armada ataca y destruye buena parte del castillo, pero finalmente es vencida. En medio de los restos, ileso, el rey permanece sentado, esperando.

Los funcionarios sobrevivientes ordenan la reconstrucción del castillo, que con el tiempo acaba siendo aún más grande y poderoso que antes. El reino progresa, decae, progresa, como otros reinos en todas partes. La reina y sus hijos pasan el tiempo en una bonita casa de la playa.

El rey mira hacia el horizonte.

Con los años, el relato del rey que espera ha dado la vuelta al mundo. Son muchos los viajeros que se acercan al reino para contemplarlo. Oficialmente está prohibido ir a mirar al rey, y nadie tiene acceso a la cámara privada que comparte con la roca que le sirve de asiento. Pero, extraoficialmente, existe un punto en los acantilados desde el cual, con catalejo, es posible llegar a cruzar, casi, su mirada. El permiso para acceder al lugar de observación es muy caro, pero hay que entender que ministros y consejeros tienen, por la propia índole de sus obligaciones, muchos gastos.

El rey envejece. La reina parte hacia otras tierras. Funcionarios más jóvenes van reemplazando a los originales.

Un día como cualquier otro, el rey está solo. Es lo acostumbrado, porque ya nadie se interesa en descubrir qué espera. De pronto, el rey levanta la mano, como si señalara al horizonte pero no del todo, y se pone de pie.

—Aquí está —dice.

Y cae muerto.

2 comentarios:

nicolás schuff dijo...

Ximenez, sus cuentos me encantan. También sus novelas. Ya se lo dije bajo mi personalidad de Ernesto, ahora lo hago con esta otra.
Saludos.

Eduardo Abel Gimenez dijo...

Muchas gracias, ns. Me alegra que sus distintas personalidades coincidan en esto.