28/8/10

Qué bicho tan raro

Estoy en mi asiento de la última fila, con los ojos cerrados porque a esta hora todavía tengo mucho sueño, y además la maestra nunca mira para acá. Menos cuando dibuja cosas en el pizarrón, como ahora.

Me gusta ver las formas que aparecen en la oscuridad, cuando tengo los ojos cerrados. Formas que no puedo reconocer, pero que siempre me recuerdan algo. Por ejemplo, ahora veo como un libro abierto, con la página izquierda blanca y la derecha negra. Sobre el libro se forma una especie de pino, la silueta de un pino (la maestra diría “triángulo isósceles”, pero yo digo pino).

—Triángulo isósceles —dice justo ahora la maestra, como si me leyera los pensamientos.

La página negra del libro va envolviendo a la blanca, mientras el pino se ensancha por el medio. Al final veo un huevo acostado, un huevo con un redondel adentro (la maestra diría “círculo”, yo digo redondel).

—Entonces inscribimos un círculo —está diciendo la maestra.

Pero más que un huevo empieza a parecer un ojo. Y sí, es un ojo, un ojo cerrado, como de alguien que duerme o que sueña. Es cada vez más claro, más nítido, hasta que me doy cuenta de que es igual a...

Abro mis propios ojos, y ahí está el ojo cerrado que sueña. Soy yo, sentado en el fondo, estudiando el lado de adentro de los párpados. Pero ya no soy más yo, porque ahora yo estoy en el aire, mirándome. Me alejo un poquito y me veo la cara entera, y detrás de mí la pared gris, y al lado mi compañero de banco, A..., M..., P... Por algún motivo no consigo recordar el nombre.

En el frente del aula, ahora a mis espaldas, la maestra sigue hablando.

—Flar ic arbuga pletón —o algo así, porque así como no recuerdo el nombre de mi amigo tampoco entiendo lo que dice la maestra.

Subo un poco en el aire, me alejo de mí. Sin darme cuenta llego casi hasta el techo. Por debajo, las cabezas de los chicos y las chicas parecen un cultivo de algo extraterrestre. No sé el nombre de nadie. No me acuerdo qué están estudiando (qué estamos estudiando).

Pero es divertido estar en el techo. Me miro un poco más, como para asegurarme de que no vaya (de que no voy) a abrir los ojos justo ahora. Y luego miro hacia las ventanas. ¡Ah, las ventanas! Siempre están tan altas que no llego a ver al otro lado. Pero ahora yo estoy más alto todavía, y al otro lado llueve y pasa una señora con paraguas. Hay árboles, autos estacionados, un perro. Las cosas parecen más brillantes desde adentro del aula, como si las ventanas tuvieran magia.

—Incinio tre bligalín conterio —dice la maestra. Me doy vuelta y veo que dejó el pizarrón y ahora está frente a la clase. Detrás de ella, en el pizarrón, hay un pino con un redondel adentro.

Una chica levanta la mano. Me asusto, porque parece que me estuviera señalando, pero no, es que quiere decir algo. La maestra le hace un gesto.

—Cafonca —dice la chica, a quien conozco desde que empezamos la escuela pero ahora no tengo idea de quién es.

Tal vez llevado por el aire me encuentro más cerca del frente. Vuelo hasta el pizarrón, lo miro desde arriba, luego bajo y me asomo por detrás del escritorio de la maestra. Es maravilloso tener la libertad de verlo todo.

—Sinclo, prempio, arjorio —dice la maestra, mientras cuenta algo con los dedos.

Estoy justo detrás de ella, a la altura de su cabeza, y de a poco doy la vuelta sin dejar de mirarla. Tiene el pelo canoso en las raíces, y el resto teñido de negro. Se peina con raya al medio, y siempre está acomodándose el pelo detrás de las orejas. Usa anteojos pesados, oscuros, pero ahora que la veo de cerca y estoy llegando a la altura de la frente me doy cuenta de que tiene ojos celestes. Quiero verlos de cerca, así que vuelo un poquito hacia ella.

Entonces me ve. Levanta la vista apenas, se inclina hacia la derecha y pone cara de sorpresa.

Mientras tanto, da un paso hacia atrás. No sé qué hacer, porque no estoy seguro de lo que ve. Tal vez debería alejarme, pero me quedo clavado en el lugar. Estoy en falta, pienso, estoy haciendo algo mal. Si supiera qué...

No tengo tiempo para pensarlo. La maestra levanta las manos y con un movimiento muy rápido da una palmada en el aire, conmigo en el centro.

No siento nada. No duele, eso quiero decir. Lo único que pasa es que abro los ojos de golpe, y estoy en mi asiento del fondo, y miro al frente mientras respiro bien hondo.

—Qué insecto tan extraño —dice la maestra, mirando al piso con asco, mientras se frota las manos una contra la otra.

Ahora entiendo lo que dice. Bueno, más o menos, como siempre.

(Publicado originalmente en Billiken N° 4658, 15 de mayo de 2009, con el título "¿Qué es esto que vuela?")

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