Los padres de Vania trabajan de descubrir planetas.
Vania es mi vecina. La ventana
de su cuarto queda frente a la ventana del mío, al otro lado de un
precipicio. Son cinco metros de distancia, y en el medio siete pisos
de caída hasta el patio de la planta baja.
*
El departamento de Vania
estuvo vacío mucho tiempo, la persiana siempre cerrada: un ojo
ciego. Yo miraba esa ventana y la sentía destinada a cosas
importantes. Pero no sabía cuáles. Mientras, jugaba a que ahí
estaba el laboratorio de un científico loco, o que crecían las
larvas de una especie extraterrestre que venía a conquistar el
planeta.
Jugaba solo, porque la ventana
no hacía nada. Cuando el científico creaba el elixir de la
inmortalidad, las tablillas despintadas me devolvían una luz triste.
Aunque las larvas se convertieran en avispas gigantes y planearan
usar la ventana como puerta para invadir el mundo, el marco de metal
negro, angosto, no alcanzaba ni para sostener a las palomas.
Pero un un día las cosas se
dieron vuelta. Alguien levantó la persiana. Mis personajes
inventados escaparon a la nada, y con la mente en blanco vi que una
chica de mi edad abría el vidrio y apartaba la cortina apenas lo
suficiente para pasar la cabeza.
El cambio era tan grande que
el piso hizo olas bajo mis pies.
Con la pera apoyada en el
marco, la nueva vecina miraba hacia abajo. Tenía puesto un gorro de
lana. Bajo el gorro, el pelo le caía por los lados de la cabeza y
colgaba en el borde del precipicio. De la cara solo podía verle las
cejas y la nariz. Mientras yo estudiaba esa aparición incompleta,
ella sacó una mano con un espejito y jugó a reflejar el sol. Era
por la tarde, así que el sol daba para su lado.
Yo estaba escondido detras de
mi propio vidrio y mi cortina: si ella miraba hacia mí no podría
verme. Confiado, armé un largavista con los puños y espié con el
ojo izquierdo por el tubo redondo y estrecho. Dio resultado: al fijar
la visión pude distinguir los colores del gorro, amarillo, gris,
violeta, en círculos crecientes. Ella levantó un poco la cabeza, y
le vi los ojos, puntos oscuros en el centro del largavista, y la
boca, fruncida en un gesto de concentración.
Otro movimiento, y ahora
miraba directamente hacia mí. Deshice el largavista, y en ese
momento, con un gesto de la mano que maniobraba el espejito, lanzó
un rayo de sol en mi dirección.
Lo esquivé justo.
Fue puro accidente, o pura
maldad de la luz, no que ella me hubiera visto: el rayo siguió
cambiando de rumbo. Igual salí corriendo y, por ese día, no la
espié más.
*
Durante los días siguientes
volví a verla muchas veces en la misma posición. Si no jugaba con
el espejo, apoyaba la cara en las manos, balanceaba la cabeza y movía
los labios como cantando.
En eso consistía mi vecina
nueva: una cabeza, a veces una mano. El resto del cuerpo quedaba bajo
el marco de la ventana.
La cortina blanca, opaca, me
ocultaba el interior de su cuarto.
Quería darme a conocer de
alguna forma, pero no sabía cómo. Asomarme yo también y decirle
algo estaba fuera de cuestión, porque no me atrevía.
El método que se me ocurrió,
de acuerdo con mi estilo, era dejar una señal de mi existencia
cuando ella no mirara, y escapar. Por ejemplo, pensé en disparar una
flecha con una ventosa en la punta y una nota enrollada en la parte
de atrás, de manera que se pegara al vidrio de su ventana. Fabricar
la flecha era fácil, con un palito de percha, una ventosa de las que
vienen con un gancho y se ponen en la pared, y algún alambre. El
arco, o algún otro sistema de propulsión, tampoco iba a resultar
complicado. El problema era si le erraba al blanco, o si, aun
acertando, la flecha se despegaba. Entonces caería por el
precipicio, al territorio de los monstruos de la planta baja, y quién
sabe de qué serían capaces tras leer mi nota.
Necesitaba algo más seguro, y
entre eso y la ansiedad terminé optando por una solución muy por
debajo de mis posibilidades. Escribí un "hola" enorme en
una hoja de papel, con colores y dibujos, pensando en pegarlo a la
ventana para que ella, la próxima vez que se asomara, pudiera verlo.
El momento del pegado requería
que la destinataria estuviera ausente. Espié. Por desgracia, justo
en ese momento la vecina nueva estaba ahí, espejito en mano. Dejé
el papel sobre el escritorio, boca abajo, y me senté a esperar.
No sé cuánto es mucho
tiempo, tal vez un minuto, pero eso, mucho tiempo, es lo que pasó.
Todo seguía igual.
Levanté el papel para volver
a mirarlo, y ahora no me gustó. Lo rompí en pedazos chiquitos, fui
a la cocina y lo tiré a la basura, escarbando un poco en el tacho
para que no se viera.
*
Esta situación habrá durado
una semana, durante la cual no encontré el modo de hacer notar mi
existencia.
Hasta que una tarde pasé
junto a la ventana como siempre, sin darme cuenta de que alguien,
papá seguramente, la había dejado abierta: el vidrio, pero también
la cortina. La nueva vecina, la Vania de quien aún no sabía el
nombre, jugaba con el espejito, y en el momento mismo en que yo
pasaba lo movió de la manera que tarde o temprano tenía que ser.
La luz me dio directamente en
los ojos.
—Hola —dijo ella. O más
bien gritó, porque el ruido de la calle era bastante fuerte.
Primero me asusté. Después
sentí alivio: la paz de ya no tener que esconderme ni tomar
decisiones.
Me asomé yo también. Era
invierno, pero el frío no me importó. Ella guardó el espejito y
con las manos formó un altavoz alrededor de la boca.
—Tengo un secreto —dijo
con una especie de susurro gritado.
Giré la cabeza a un lado,
hice pantalla con la mano en la oreja.
—¿Qué? —pregunté: el
"qué" que uno usa cuando entendió pero no entendió.
¿Dijo que tiene un secreto? ¿Pero qué secreto? ¿Pero cómo un
secreto?
No contestó. Con un gesto me
pidió que esperara y se fue de la ventana. Quedó solo la cortina.
Esperé. Se asomó otra vez para hacer otro gesto: un momento más.
Cortina. Seguí esperando.
Me llené de aire helado, me
vacié, volví a llenarme, y la cortina se abrió del todo, revelando
la pared blanca y vacía que había detrás. La vecina apareció con
dos latas como de duraznos, una en cada mano.
—¡Abrí la ventana todo lo
que puedas! —gritó.
Le hice caso. Ante algo así
uno siempre hace caso, no es cuestión de pensar. Y después miré
hacia atrás, para comprobar qué vería ella de mi cuarto: el
placard, claro, las tres puertas, y una de las puertas abierta para
descubrir el cajón de los calzoncillos...
El ruido, el ruido a golpe, me
asustó. Me tiré sobre la cama y me tapé la cabeza con la almohada.
La vecina gritaba algo, pero no entendí. Asomé un ojo.
La lata había golpeado contra
el marco de la ventana, donde había dejado una marca, pero había
logrado entrar. Colgaba de un hilo, a mitad de camino entre la
ventana y el piso. Era de duraznos, sí. Le faltaba la tapa. Estaba
vacía.
Me levanté. El hilo trazaba
una curva en el aire hasta la otra ventana. Allá enfrente, la vecina
(que muy pronto, en dos minutos, sería Vania) se apoyó la otra lata
en la oreja y la señaló con la mano libre.
¿Flechas con ventosa?
¿Letreros pintarrajeados? Cosas sin valor. Esto, en cambio, era una
maravilla de la ciencia y la técnica. Un aporte a mis conocimientos
que en el futuro, seguramente, iba a aprovechar.
Extasiado por la forma que la
vecina elegía para comunicarse conmigo, agarré mi lata y también
me la puse en la oreja. Ella de un lado, yo del otro, tiramos hasta
que el hilo quedó tenso.
Para entonces había dejado de
hacer frío.
Ella se llevó la lata a la
boca.
El ruido de la calle
disminuyó, o dejó de ser importante. Tal vez la calle se fue más
lejos. De lata a lata, a través del hilo, oí la respiración de
ella, a punto de ser Vania, que llenaba los pulmones para hablar,
para decir algo importante. No fue más que un susurro, ya no
gritado, un aleteo del aire, porque me hablaba al oído:
—Mis padres trabajan de
descubrir planetas —dijo.
Traté de no dejarme
impresionar. O de que no se me notara. Papá trabaja en un banco.
Mamá trabaja de cuidar a la abuela. Son también trabajos
importantes.
Fue mi turno de susurrarle a
la lata.
—¡Qué bueno! ¿Te llevan
con ellos?
—Claro. No me van a dejar
sola.
—¿Y la escuela? ¿Cómo
hacés?
—No voy a la escuela. Me
enseñan mis padres.
Después nos dijimos nuestros
nombres, y alcanzó para hacernos amigos.
*
Eso fue hace unos días.
Aguanté bien. Pero ahora, esta noche, no puedo más. Aprovecho que
mamá dejó sola a la abuela para esperar a papá, y le cuento el
secreto. Sé que está mal, pero necesito decírselo.
Estamos en la cocina. Mamá se
levanta de la mesa, lleva un vaso sucio a la pileta y, mientras me da
la espalda, pregunta:
—¿Te lo dijo Vania?
Ya sabe su nombre, ya la
conoce. Ya nos tocó viajar con ella en el ascensor, aunque todavía
no vino a visitarme.
—Sí —contesto—, pero es
un secreto. Prometeme que no le vas a contar a nadie.
—Prometido —dice mamá.
Espero que se dé vuelta, pero
no. Enjuaga el vaso, lo vuelve a enjuagar, lo sigue enjuagando.
—¿Vos sabés algo de
descubrir planetas? —pregunto.
Ahora sí me mira y hace un
gesto de que no.
—¿Y cómo voy a saber, yo?
En la puerta de entrada suena
la llave de papá, que llega del trabajo. No hablamos más. Es hora
de ponerme a cocinar.
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