A mitad de la tarde el hombre sigue caminando junto a las vías abandonadas. Pasa un árbol, una casa, otro árbol. Dos perros se acercan a olerlo, se decepcionan y siguen viaje. El sol hace brillar las gotas de sudor que le cubren la frente. Una nube blanca, último resto de la tormenta de ayer, avanza con él a su derecha. De vez en cuando, el hombre camina entre las vías buscando un paso que coincida con el ritmo regular de los durmientes, pero su música es otra y tiene que volver al costado, a los yuyos que crecen de la grava.
Otra gente no hay.
Desde hace horas lo acompaña una mosca. La mosca revolotea a su alrededor, recorriendo una distancia muchas veces más grande que los pasos de él. Se entretiene entre sus pies, le rodea la cintura, aterriza en un hombro, parece inspeccionar la forma en que el sudor de la frente amenaza atravesar las cejas en dirección a los ojos. Desaparece de la vista para volver unos metros más allá. Si el hombre aún no se cansa, la mosca se cansa todavía menos.
La última casa se habrá perdido de vista ya a espaldas del hombre, que no mira hacia atrás. Los árboles, en cambio, van creciendo en número y en confianza, hasta llegar a pocos metros de las vías. Hasta hace un rato, todos los árboles quedaban al otro lado de las alambradas. Ahora hay alguno, cada tanto, que no tiene dueño.
La mosca no deja de volar, siempre en silencio. Se podría decir que no pide nada, pero su presencia es demandante: hay que mirarla, y si uno no la mira igual la ve. Y aunque ni siquiera la oiga se da cuenta del movimiento velocísimo de las alas, de los infinitos cambios de rumbo, de la obstinación.
El hombre se seca la frente con la manga, y así se da cuenta de que se acerca el momento de detenerse a descansar a la sombra. Ahora que empezó la lucha contra el sudor, no se puede esperar al anochecer.
El siguiente árbol no se ha refugiado del lado de los dueños del campo. Ahí está, tronco, raíz gruesa al aire, copa primaveral. El hombre se detiene, gira noventa grados, baja al pie del terraplén y camina en diagonal hacia el lugar de la sombra. La mosca va con él.
El hombre aspira hondo. Se inclina hacia el tronco, apoya el antebrazo en la corteza y la cabeza en el antebrazo. La mosca da una vuelta al árbol. El hombre se dobla por la cintura, empieza a plegar las piernas y mientras gira el cuerpo se deja resbalar hacia abajo hasta apoyar las nalgas en la tierra y la espalda en el tronco. Cierra los ojos, mira el interior oscuro en dirección a las cejas como si estuviera por dormirse.
La mosca se le posa en la nariz.
El hombre abre los ojos.
La mosca levanta vuelo y gira en círculo frente a él.
Sin pensar, el hombre levanta las manos y se prepara para aplastar la mosca de un solo aplauso. Y es sin pensar porque podía haberlo hecho tantas veces en las últimas horas. No estuvo esperando el momento oportuno. No estuvo calculando posibilidades ni estudiando los movimientos de la mosca. Nada. Sólo que ahora, sentado, sin otra cosa que hacer más que juntar fuerzas para seguir caminando, las manos se le acomodan solas en el aire. Y da el golpe.
Uno solo es suficiente.
El hombre deja las manos unidas, ahora que se da cuenta de lo que ha hecho. Es como si otra capa de soledad cayera sobre él. Ahora, lo único que puede hacer es separar las palmas, frotarlas una contra otra y luego contra el pantalón. Y conseguir otra mosca en alguna parte. Pero no, las palmas siguen unidas un segundo de más, y otro, y tal vez un minuto entero.
Entonces el hombre siente un hormigueo en la mano derecha. Dentro de la mano. El hormigueo sube por el dedo mayor, vuelve a bajar, recorre el lado opuesto al pulgar, alcanza la muñeca y empieza a recorrer el antebrazo. Como la mosca, el hormigueo no es rectilíneo, va y viene, da vueltas, parece siempre arrepentido. Pero, como la mosca, termina avanzando. Ahora alcanza la altura del codo.
No es hormigueo, es revoloteo.
El hombre separa las manos. No hay rastros de la mosca. El hombre se pone de pie y sacude el brazo con fuerza. El revoloteo desciende otra vez hacia la muñeca, pero ahora que ha aprendido el camino no le lleva más que un momento alcanzar otra vez el codo y seguir trapando.
Como si el hombre fuera hueco, el revoloteo recorre el lado interno de los bíceps, se detiene por dentro de la axila, entra al tórax. El hombre se sacude, se rasca, se golpea. El revoloteo le atraviesa el corazón y llega al otro brazo, vuelve atrás, le hace cosquillas por debajo de la piel de la espalda, llega al riñón derecho.
El hombre se echa al piso, gira sobre sí mismo a un lado y a otro. Nada cambia. La mosca, si es que es ella, no puede marearse. La mosca puede girar toda la vida y no darse cuenta.
Mientras el revoloteo le recorre el estómago y el esternón, el hombre queda boca arriba, brazos a los costados. Echa la cabeza hacia atrás, separando el cuello del suelo. Llena los pulmones de aire. Grita.
Y grita, y sigue gritando.
El revoloteo, la mosca, sube y baja con rapidez, como buscando una salida, hasta que encuentra la garganta. El grito se interrumpe. El hombre tose.
La siente. Es la mosca, y está atrapada entre la lengua y el paladar. Se agita, mueve las alas. El hombre gira la cara a un lado y escupe.
La mosca choca contra una hoja seca que ha caído del árbol, da vueltas sobre sí misma como hizo el hombre hace un momento, y levanta vuelo. El hombre todavía no puede levantarse. Aprieta los labios y la mira mientras va y viene, va y viene, va y viene.
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