12/11/10

La pregunta maldita

Alguien trepa por la fachada del edificio de enfrente. No tiene cuerdas ni arneses ni herramientas. En este momento va por el segundo piso. Usa las puntas de los dedos, las puntas de los pies. Se pega a la pared como insecto, estira un brazo, levanta una pierna y se iza a sí mismo como un espárrago que escapa del agua caliente.

Lo miro desde mi balcón, en el quinto piso. También lo miran varias personas que están en la vereda de enfrente, más o menos bajo el sitio donde el escalador busca otro punto de apoyo para seguir subiendo.

Se va a caer, es lo que pienso. Se va a caer y se va a romper las piernas, o se va a perforar los pulmones con todas y cada una de las costillas. Pienso si la gente de abajo reaccionará a tiempo para escapar del golpe, y se me ocurre que sí, siempre que todos estén atentos.

Es de día. La avenida está llena de autos. El policía de la esquina también debe estar mirando, al menos de a ratos porque no deja de tocar el silbato a quienes quieren estacionar frente al banco. Esto no asegura que lo que hace el escalador sea legal, pero al menos queda legitimado. Como el malabarista de la otra esquina. Me pregunto si él también pedirá limosnas cuando termine su hazaña.

El hombre que trepa lleva un casco anaranjado, un mameluco color gris ratón medio azulado, y zapatillas rojas. Podría ser un obrero de la construcción, si es que los obreros de la construcción visten así. Sube por una pared angosta entre dos columnas de balcones. No usa los balcones para trepar, aunque sí las ventanitas opacas que ocupan el centro de la pared y que seguramente dan al baño de cada piso. Las bases de las ventanitas son lugares excelentes para un pie, o eso me hace creer el escalador, y los topes de las ventanitas tienen la medida justa para calzar la punta de los dedos de una mano convertidos en garfios.

El escalador tantea la pared con el pie derecho y calza la zapatilla en una muesca de la pared que un momento antes parecía una mancha oscura. ¿Cuál es su objetivo? Es más que llegar al tercer piso, cosa que acaba de lograr y todavía sigue subiendo. ¿Querrá subir hasta la azotea, por encima del piso once? No estoy seguro. Me imagino que lo que busca es alcanzar cierto balcón de cierto piso, para abrir la ventana desde afuera o romper el vidrio, y entrar a una casa a la que es imposible acceder de otra manera. ¿Será un cerrajero que sólo está dispuesto a violar una cerradura desde adentro? ¿Será el amante de alguien que viene a rescatar a su amada? ¿Será un dueño de casa que perdió las llaves y tiene una puerta de seguridad tan buena que nunca, pero nunca más, va a poder abrirla?

El trepador es hábil, es rápido, se lo ve firme. Ya va por el cuarto piso. Sólo verlo me hace temblar las rodillas. Ahora sí que tiene prohibido caerse, aunque sea por el bien de quienes presenciamos su peligro. Los de abajo señalan y hablan fuerte, lo suficiente para que yo oiga sus voces pero no para entender lo que dicen.

Los curiosos no son siempre los mismos: al principio había una mujer con su hija pequeña de la mano, y ahora ya no están. Supongo que una buena madre debe evitar a sus hijos la lección contundente de ver cómo alguien se rompe la cabeza a pesar de llevar casco. En lugar de las dos hay un viejo que se venía acercando lentamente, y que ahora se apoya con ambas manos en el bastón, curva la espalda de costado y con un movimiento en tirabuzón levanta la cara hacia el lado izquierdo para mirar de reojo hacia arriba. Se me ocurre que, si el trepador cae, el viejo será el único que no podrá alejarse a tiempo.

Los conductores de autos a veces disminuyen la velocidad para enterarse de lo que pasa, si es que llegan a ver al hombre de mameluco. Tampoco deben verlo los que vienen atrás y, con la impaciencia aprendida en las calles, tocan bocina de inmediato.

Pero todo esto apenas lo veo, porque tengo la vista fija en el hombre que trepa. Me pican los ojos de no parpadear. Estoy como hipnotizado. Sostengo al escalador con la mirada. Si desvío los ojos se va a equivocar, se le va a cansar un dedo, va a confundir una mancha con un soporte, y entonces...

Suena el teléfono, mi teléfono, en el living, al otro lado de la ventana abierta que está a mi espalda. No voy a atender, por supuesto, ahora no, pero el timbrazo me sobresalta lo suficiente como para distraerme un segundo. Doy vuelta la cabeza, y enseguida, de veras enseguida, instantáneamente, como en un rebote, vuelvo a mirar al frente. Pero ese instante, menos de un segundo, ha sido suficiente. El escalador ya no está.

No ha tenido tiempo de entrar a un departamento, estaba lejos del siguiente balcón y no hay señales de que haya abierto alguna ventana o roto algún vidrio. Tampoco ha caído, porque no lo veo deshecho sobre las baldosas.

El teléfono sigue sonando. La gente de abajo se empieza a dispersar con lentitud. Están todos tranquilos, como si no hubiera pasado nada. Ahora mismo yo podría bajar y preguntarles, si llego a encontrar a alguno cerca. Pero no, para cuando venga el ascensor y me lleve a la planta baja, para cuando yo salga a la calle y cruce la avenida, todos los testigos estarán lejos. Y además debería decidirme ya mismo, en vez de acercarme un poco más a la reja del balcón e inclinarme hacia adelante como si así pudiera distinguir algo, como si el hombre de casco, en vez de desaparecer, se hubiera hecho pequeño y yo pudiera verlo desde veinte centímetros más cerca, escondido en una de las ventanitas o camuflado entre las irregularidades de la pared.

Aflojo los puños. Me froto los ojos. El teléfono se cansa de sonar. Pero el policía no se cansa de su silbato. El viejo acaba de acomodar la espalda mientras da otro paso en dirección al malabarista que repite su acto treinta metros más allá.

Arriba, la pared sigue llena de ventanitas y vacía de hombres de mameluco. Y entonces se me ocurre la pregunta maldita, la de siempre, como cada día de mi vida.

2 comentarios:

nicolás schuff dijo...

muy bueno, eduardo.
me pregunto si es figura no sería un androide liberado y no reportado, dispuesto a quebrar la ley.

¡controversial!

Eduardo Abel Gimenez dijo...

¡Gracias, N!
Si el buen viejo androide quiebra la ley, le damos con una tableta por la cabeza y lo reformateamos.